¿Por qué, entonces, tienes que preguntarte en algún momento de tu vida, quieren tan a menudo hacernos daño los microbios? Después de todo, un anfitrión muerto va a poder seguir brindando mucha hospitalidad.
En primer lugar, conviene recordar que casi todos los microorganismos son neutrales o incluso beneficiosos para el bienestar humano. El organismo más devastadoramente infeccioso de la Tierra, una bacteria llamada Wolbachia, no hace absolutamente ningún daño a los humanos (ni en realidad, a ningún otro vertebrado), pero si fueses una gamba, un gusano o una mosca de la fruta, podría hacerte desear no haber nacido. En total, sólo aproximadamente un microbio de cada mil es patógeno para los humanos según National Geographic. Y aunque la mayoría de ellos sean benignos, los microbios son aún e asesino número tres del mundo occidental. Incluso algunos que no nos matan nos hacen lamentar profundamente su existencia. Hacer que un anfitrión se sienta mal tiene ciertos beneficios para el microbio. Los síntomas de una enfermedad suelen ayudar a propagarla. El vómito, el estornudo o la diarrea son métodos excelentes para salir de un anfitrión y disponerse a entrar en otro.
La estrategia más eficaz de todas es solicitar la ayuda de un tercero móvil. A los organismos infecciosos les encantan los mosquitos porque su picadura les introduce directamente en un torrente sanguíneo en el que pueden ponerse inmediatamente a trabajar. Esa es la razón de que tantas enfermedades de grado A (malaria, fiebre amarilla, dengue, encefalitis y un centenar o así de enfermedades menos conocidas) empiecen con una picadura de mosquito. Es una casualidad afortunada para nosotros que el VIH (virus de inmunodeficiencia humano), el agente del sida, no figure entre ellos… o aún no por lo menos. A los microorganismos no les preocupa lo que te hacen más de lo que te puede preocupar a ti liquidarlos a millones cuando te lavas las manos con jabón y te duchas o cuando te aplicas desodorante. La única ocasión en el que tu bienestar continuado es importante es cuando te mata demasiado bien. Si te eliminan antes de que puedan mudarse, es muy posible que muera contigo.
La historia, explica Jared Diamond, está llena de enfermedades que “causaron en tiempos terribles epidemias y luego desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado”. Cita, por ejemplo, la enfermedad del sudor inglesa, potente pero por suerte pasajera, que asoló el país del 1485 a 1552, matando a decenas de miles de personas a su paso y desapareciendo luego completamente. La eficacia excesiva no es una buena cualidad para los organismos infecciosos. Muchas enfermedades surgen no por lo que el organismo infeccioso te ha hecho a ti sino por lo que tu cuerpo está intentando hacerle a él. El sistema inmune, en su intento de librar el cuerpo de patógenos, destruye en ocasiones células o tejidos críticos, de manera que muchas veces que te encuentras mal se debe a que a las reacciones de tu propio sistema inmune y no a los patógenos. En realidad, ponerse enfermo es una reacción razonable a la infección. Los que están enfermos se recluyen en la cama y pasan a ser así una amenaza menor para el resto de la comunidad.
Como hay tantas cosas ahí fuera con capacidad para hacerte daño, tu cuerpo tiene un montón de variedades diferentes de leucocitos defensivos, unos 10 millones de tipos en total, diseñado cada uno de ellos para identificar y destruir un tipo determinado de invasor. Pero cada variedad de leucocito sólo mantiene unos cuantos exploradores en el servicio activo. Cuando invade el cuerpo un agente infeccioso (lo que se conoce como un antígeno), los vigías correspondientes identifican al atacante y piden refuerzos del tipo adecuado.
Los leucocitos son implacables y atrapan y matan a todos los patógenos que puedan encontrar. Los atacantes, para evitar la extinción, han ideado dos estrategias elementales. Bien atacan rápidamente y se trasladan a un nuevo anfitrión, como ocurre con enfermedades infecciosas comunes como la gripe, o bien se disfrazan para que los leucocitos no los localicen, como en el caso del VIH, el virus del sida, que puede mantenerse en las células durante años sin hacerse notar antes de entrar en acción.
Curiosamente, hay veces en que microbios que normalmente no hacen ningún daño, se introducen en partes impropias del cuerpo y «se vuelven como locos», en palabras del doctor Bryan Marsh, un especialista en enfermedades infecciosas del Centro Médico Dartmouth-Hitckcock de Lebanon, New Hampshire. «Pasa continuamente con los accidentes de tráfico, cuando la gente sufre lesiones internas. Son microbios que en general son benignos en el intestino. Entran en otras partes del cuerpo (el torrente sanguíneo, por ejemplo) y organizan un desastre terrible».
El trastorno bacteriano más temible y más incontrolable del momento es una enfermedad llamada fascitis necrotizante, en la que las bacterias se comen básicamente a la víctima de dentro afuera, devorando tejido interno y dejando atrás como residuo una pulpa tóxica. Los pacientes suelen ingresar con males relativamente leves (sarpullido y fiebre son característicos) pero experimentan luego un deterioro espectacular. El único tratamiento es lo que se llama «cirugía extirpatoria radical», es decir, extraer en su totalidad la zona infectada. Fallecen el 70% de las víctimas; muchos de los que se salvan quedan terriblemente desfigurados. El origen de la infección es una familia corriente de bacterias llamadas estreptococo del grupo A, que lo único que hace normalmente es provocar una inflamación de garganta. Muy de cuando en cuando, por razones desconocidas, algunas de esas bacterias atraviesan las paredes de la garganta y entran en el cuerpo propiamente dicho, donde organizan un caos devastador. Son completamente inmunes a los antibióticos. Se producen un millar de casos al año en Estados Unidos, y nadie puede estar seguro de que el problema no se agrave.
Pasa exactamente lo mismo con la meningitis. El 10%, al menos de los adultos y jóvenes, y tal vez el 30% de los adolescentes, porta la mortífera bacteria meningocócica, pero vive en la garganta y es completamente inofensiva. Sólo de vez en cuando (en una persona joven en un caso de cada 100.000 aproximadamente) entra en el torrente sanguíneo y causa una enfermedad muy grave. Puede llegar la muerte en doce horas. Es terriblemente rápida. «Te puedes encontrar con que una persona esté perfectamente sana a la hora del desayuno y muera al anochecer», dice Marsh.