martes, 15 de mayo de 2012

La aparición de la vida

En 1953, un estudiante de doctorado de la Universidad de Chicago, Stanley Miller, cogió dos matraces (uno que contenía un poco de agua para representar el océano primigenio; el otro con una mezcla de metano, amoniaco y sulfuro de hidrógeno en estado gaseoso, que representaba la primitiva atmósfera de la Tierra), los conectó con tubos de goma e introdujo unas chispas eléctricas como sustituto de los rayos. A los pocos días, el agua de los matraces se había puesto verde y amarilla y se había convertido en un sustancioso caldo de aminoácidos, ácidos grasos, azúcares y otros compuestos orgánicos. <<Si Dios no lo hizo de este modo-comentó encantado el supervisor de Miller, el premio Nobel Harold Urey-, desperdició una buena opción. >>
La prensa de la época hizo que pareciese que lo único que le hacía falta era que alguien diese un buen meneo a los matraces para que saliese arrastrándose de ellos la vida. El tiempo ha demostrado que el asunto no era tan simple. A pesar de medio siglo de estudios posteriores, no estamos más cerca hoy de sintetizar la vida que en 1953... Y estamos mucho más lejos de pensar que podemos hacerlo. Hoy los científicos están bastante seguros de que la atmósfera primitiva no se hallaba tan preparada para el desarrollo como el estofado gaseoso de Miller y Urey. La repetición de los experimentos de Miller con estos aportes mucho más completos no ha producido hasta ahora más que un aminoácido bastante primitivo. De todos modos, crear aminoácido no es el problema. El problema son las proteínas.
Las proteínas son los que obtienes cuando logras unir aminoácidos, y necesitamos muchísimas. Nadie lo sabe en realidad, pero puede haber hasta un millón de tipos de proteínas en el cuerpo humano y cada una de ellas es un pequeño milagro. Según todas las leyes de la probabilidad, las proteínas no deberían de existir. Para hacer una necesitas agrupar los aminoácidos (a los que estoy obligado por larga tradición a calificar aquí como <<ladrillos de la vida>>) en un orden determinado, de una forma muy parecida a como se agrupan las letras en un orden determinado para escribir una palabra. El problema es que las palabras del alfabeto de los aminoácidos suelen ser extraordinariamente largas. Para escribir colágeno, el nombre de un tipo frecuente de proteína, necesitas colocar en el orden correcto ocho letras. Para hacer colágeno, hay que colocar 1.055 aminoácidos exactamente en la secuencia correcta. Pero-y es una cuestión obvia pero crucial- no lo haces tú. Se hace sólo, espontáneamente, sin dirección.
Las posibilidades de que una molécula con una secuencia de 1.055 aminoácidos como el colágeno se autoorganice de una forma espontánea son claramente nulas. Para entender hasta qué punto es improbable su existencia, visualiza una máquina tragaperras de Las Vegas, pero muy ampliada (hasta los 27 metros, para ser exactos), de manera que quepan en ella 1.055 ruedecillas giratorias en vez de las tres o cuatro habituales, y con 20 símbolos en cada rueda (uno por cada aminoácido común).*¿Cuánto tiempo tendrías que pasarte dándole a la manivela para que llegaran a parecer en el orden correcto los 1.055 símbolos? Efectivamente, infinito. Aunque redujeses el número de ruedas giratorias a 200, que es en realidad un número más característico de aminoácidos para una proteína, las posibilidades en contra de que apareciesen las 200 en una secuencia prescrita son de 1 contra 10²⁶⁰ (es decir, un 1 seguido de 260 ceros). Esta cifra es por si sola el número de todos los átomos del universo.
Las proteínas son, en suma, entidades complejas. La hemoglobina sólo tiene 146 aminoácidos, una nadería para criterios proteínicos, pero incluso ella presenta 10¹⁹⁰ combinaciones posibles de aminoácidos, que son el motivo de que el químico de la Universidad de Cambridge, Max Perutz, tardarse veintitrés años ( más o menos carrera profesional) en desentrañarlas. La producción de una solo proteína es tan improbable como que un torbellino que pasase por un depósito de chatarra dejase atrás un reactor Jumbo completamente montado, según el pintoresco símil del astrónomo Fred Hoyle.
Sin embargo, estamos hablando de cientos de miles de proteínas, tal vez un millón, únicas cada una de ellas y vitales, por lo que sabemos, cada una para el mantenimiento de un tú sólido y feliz. Y ahí empieza el asunto. Para que una proteína sea útil no sólo debe agrupar aminoácidos en el orden correcto, sino que debe entregarse a una especie de papiroflexia química y plegarse de una forma muy específica. Pero además, una proteína ha de reproducirse, y las proteínas no pueden hacerlo. Por eso necesitas ADN. EL ADN es un hacha en lo de la reproducción (puede hacer una copia de sí mismo en cuestión de segundos), pero no es capaz de hacer prácticamente más. Así que nos encontramos tras una situación paradójica. Las proteínas no pueden existir sin el ADN y el ADN no vale nada sin las proteínas. ¿Hemos de suponer que surgieron a la vez para apoyarse entre sí? Si fue así: ¡puf!
Y hay más aún. El ADN, las proteínas y los demás elementos de la vida no podrían prosperar sin algún tipo de membrana que los contenga. Ningún átomo ni molécula ha alcanzado vida independientemente. Desprende cualquier átomo de tu cuerpo y no estará más vivo que un grano de arena. Esos materiales diversos sólo pueden tomar parte en el asombroso baile que llamamos vida cuando se unen en el refugio protector de una célula.
Como dice Davies: «Si cada cosa necesita a todos los demás, ¿cómo pudo surgir en un principio la comunidad de moléculas?». Es como si los ingredientes de tu cocina se uniesen misteriosamente y se convirtiesen solos en una tarta… pero una tarta que además pudiera dividirse cuando hiciera falta para producir más tartas. No es raro que le llamemos milagro de la vida.
¿Qué es, pues, lo que explica toda esta maravillosa complejidad? Bueno, una posibilidad es que quizá no sea del todo (no del todo) tan maravillosa como parece en un principio. Consideremos esas proteínas tan asombrosamente inverosímiles. El prodigio que vemos en su agrupación se debe a que suponemos que aparecieron en escena plenamente formadas. Pero ¿y si las cadenas de proteínas no se agruparon de golpe? ¿Y si en la gran máquina tragaperras de la «creación» pudiesen pararse algunas ruedas? ¿Y si, dicho de otro modo, las proteínas hubiesen evolucionado?
Breve historia de casi todo, Bill Bryson