Vreeland y unos colegas suyos de la Universidad de West Chester, Pensilvania, comunicaron que habían resucitado una bacteria de 250 millones de años de antigüedad, Bacillus permians, que había quedado atrapada en unos yacimientos de sal a 600 metros de profundidad en Carlsbad, Nuevo México.
La noticia se acogió con un comprensible escepticismo. Muchos bioquímicos consideraron que, en ese lapso de tiempo, los componentes del microbio se habrían degradado hasta el punto de resultar ya inservibles a menos que la bacteria se desperezarse de cuando en cuando. Pero, si la bacteria se despertaba de cuando en cuando, no había ninguna fuente interna plausible de energía que pudiese haber durado tanto tiempo. Los científicos más escépticos sugirieron que la muestra podía haberse contaminado, si no durante la extracción si mientras estaba aún enterrada. En 2001 un equipo de la Universidad de Tel Aviv aseguró que Bacillus permians era casi idéntico a una cepa de bacterias modernas, Bacillus marismortui, halladas en el Mar Muerto. Sólo diferían dos de sus secuencias genéticas, y sólo ligeramente.
“¿Debemos creer –escribieron los investigadores israelíes- que, en 250 millones de años, el Bacillus permians ha acumulado la misma cantidad de diferencias genéticas que podrían conseguirse en sólo un plazo de tres a siete días en el laboratorio?” Vreeland sugirió como respuesta que “las bacterias evolucionan más deprisa en el laboratorio que en libertad.”