miércoles, 16 de mayo de 2012
martes, 15 de mayo de 2012
La aparición de la vida
En 1953, un estudiante de doctorado de la Universidad de Chicago, Stanley Miller, cogió dos matraces (uno que contenía un poco de agua para representar el océano primigenio; el otro con una mezcla de metano, amoniaco y sulfuro de hidrógeno en estado gaseoso, que representaba la primitiva atmósfera de la Tierra), los conectó con tubos de goma e introdujo unas chispas eléctricas como sustituto de los rayos. A los pocos días, el agua de los matraces se había puesto verde y amarilla y se había convertido en un sustancioso caldo de aminoácidos, ácidos grasos, azúcares y otros compuestos orgánicos. <<Si Dios no lo hizo de este modo-comentó encantado el supervisor de Miller, el premio Nobel Harold Urey-, desperdició una buena opción. >>
La prensa de la época hizo que pareciese que lo único que le hacía falta era que alguien diese un buen meneo a los matraces para que saliese arrastrándose de ellos la vida. El tiempo ha demostrado que el asunto no era tan simple. A pesar de medio siglo de estudios posteriores, no estamos más cerca hoy de sintetizar la vida que en 1953... Y estamos mucho más lejos de pensar que podemos hacerlo. Hoy los científicos están bastante seguros de que la atmósfera primitiva no se hallaba tan preparada para el desarrollo como el estofado gaseoso de Miller y Urey. La repetición de los experimentos de Miller con estos aportes mucho más completos no ha producido hasta ahora más que un aminoácido bastante primitivo. De todos modos, crear aminoácido no es el problema. El problema son las proteínas.
Las proteínas son los que obtienes cuando logras unir aminoácidos, y necesitamos muchísimas. Nadie lo sabe en realidad, pero puede haber hasta un millón de tipos de proteínas en el cuerpo humano y cada una de ellas es un pequeño milagro. Según todas las leyes de la probabilidad, las proteínas no deberían de existir. Para hacer una necesitas agrupar los aminoácidos (a los que estoy obligado por larga tradición a calificar aquí como <<ladrillos de la vida>>) en un orden determinado, de una forma muy parecida a como se agrupan las letras en un orden determinado para escribir una palabra. El problema es que las palabras del alfabeto de los aminoácidos suelen ser extraordinariamente largas. Para escribir colágeno, el nombre de un tipo frecuente de proteína, necesitas colocar en el orden correcto ocho letras. Para hacer colágeno, hay que colocar 1.055 aminoácidos exactamente en la secuencia correcta. Pero-y es una cuestión obvia pero crucial- no lo haces tú. Se hace sólo, espontáneamente, sin dirección.
Las posibilidades de que una molécula con una secuencia de 1.055 aminoácidos como el colágeno se autoorganice de una forma espontánea son claramente nulas. Para entender hasta qué punto es improbable su existencia, visualiza una máquina tragaperras de Las Vegas, pero muy ampliada (hasta los 27 metros, para ser exactos), de manera que quepan en ella 1.055 ruedecillas giratorias en vez de las tres o cuatro habituales, y con 20 símbolos en cada rueda (uno por cada aminoácido común).*¿Cuánto tiempo tendrías que pasarte dándole a la manivela para que llegaran a parecer en el orden correcto los 1.055 símbolos? Efectivamente, infinito. Aunque redujeses el número de ruedas giratorias a 200, que es en realidad un número más característico de aminoácidos para una proteína, las posibilidades en contra de que apareciesen las 200 en una secuencia prescrita son de 1 contra 10²⁶⁰ (es decir, un 1 seguido de 260 ceros). Esta cifra es por si sola el número de todos los átomos del universo.
Las proteínas son, en suma, entidades complejas. La hemoglobina sólo tiene 146 aminoácidos, una nadería para criterios proteínicos, pero incluso ella presenta 10¹⁹⁰ combinaciones posibles de aminoácidos, que son el motivo de que el químico de la Universidad de Cambridge, Max Perutz, tardarse veintitrés años ( más o menos carrera profesional) en desentrañarlas. La producción de una solo proteína es tan improbable como que un torbellino que pasase por un depósito de chatarra dejase atrás un reactor Jumbo completamente montado, según el pintoresco símil del astrónomo Fred Hoyle.
Sin embargo, estamos hablando de cientos de miles de proteínas, tal vez un millón, únicas cada una de ellas y vitales, por lo que sabemos, cada una para el mantenimiento de un tú sólido y feliz. Y ahí empieza el asunto. Para que una proteína sea útil no sólo debe agrupar aminoácidos en el orden correcto, sino que debe entregarse a una especie de papiroflexia química y plegarse de una forma muy específica. Pero además, una proteína ha de reproducirse, y las proteínas no pueden hacerlo. Por eso necesitas ADN. EL ADN es un hacha en lo de la reproducción (puede hacer una copia de sí mismo en cuestión de segundos), pero no es capaz de hacer prácticamente más. Así que nos encontramos tras una situación paradójica. Las proteínas no pueden existir sin el ADN y el ADN no vale nada sin las proteínas. ¿Hemos de suponer que surgieron a la vez para apoyarse entre sí? Si fue así: ¡puf!
Y hay más aún. El ADN, las proteínas y los demás elementos de la vida no podrían prosperar sin algún tipo de membrana que los contenga. Ningún átomo ni molécula ha alcanzado vida independientemente. Desprende cualquier átomo de tu cuerpo y no estará más vivo que un grano de arena. Esos materiales diversos sólo pueden tomar parte en el asombroso baile que llamamos vida cuando se unen en el refugio protector de una célula.
Como dice Davies: «Si cada cosa necesita a todos los demás, ¿cómo pudo surgir en un principio la comunidad de moléculas?». Es como si los ingredientes de tu cocina se uniesen misteriosamente y se convirtiesen solos en una tarta… pero una tarta que además pudiera dividirse cuando hiciera falta para producir más tartas. No es raro que le llamemos milagro de la vida.
¿Qué es, pues, lo que explica toda esta maravillosa complejidad? Bueno, una posibilidad es que quizá no sea del todo (no del todo) tan maravillosa como parece en un principio. Consideremos esas proteínas tan asombrosamente inverosímiles. El prodigio que vemos en su agrupación se debe a que suponemos que aparecieron en escena plenamente formadas. Pero ¿y si las cadenas de proteínas no se agruparon de golpe? ¿Y si en la gran máquina tragaperras de la «creación» pudiesen pararse algunas ruedas? ¿Y si, dicho de otro modo, las proteínas hubiesen evolucionado?
Breve historia de casi todo, Bill Bryson
viernes, 4 de mayo de 2012
Los monos mecanógrafos
Los críticos de la teoría de evolución de Darwin a veces han utilizado ejemplos o argumentos para demostrar que los procesos aleatorios no pueden provocar resulta significativos, organizados. Se señala, por ejemplo, que los monos, incluso un gran número de ellos, tecleando al azar en una máquina de escribir, nunca escribirían El origen de las especies, aunque dejásemos un margen de millones de años y muchas generaciones de monos aporreando maquinas de escribir. Este argumento es convincente contra cualquier proceso que sea azaroso. Pero la selección natural no es un proceso azaroso.
La selección natural es un proceso que fomenta la adaptación al elegir combinaciones que ‹‹que tienen››, es decir, que son útiles para los organismos. Consideremos la siguiente modificación del ejemplo de los monos. Existe un proceso por el cual se escogen palabras tales como‹‹el››‚ ‹‹sol››‚ ‹‹también››‚ ‹‹sale››, etc. Estas simples combinaciones de unas pocas letras surgirán de forma ocasional. Supongamos además que cualquier palabra que surja es trasladada a las teclas de otra máquina de escribir. Los aleatorios golpes de los monos sobre las teclas de esta máquina de escribir de segundo nivel a veces proporcionaran combinaciones de palabras, tales como ‹‹el sol también sale››. Cualesquiera que sean las combinaciones significativas de palabras (es decir, oraciones), estas son trasladadas a las teclas de una máquina de escribir de tercer nivel, en la que los párrafos significativos que surjan son seleccionados e incorporados a las teclas de una máquina de escribir de orden superior. Está claro que con el tiempo se producirán páginas e incluso capítulos ‹‹con sentido››. Sin embargo, el resultado final no será un texto ‹‹irreduciblemente complejo››. En la naturaleza, el proceso de la selección natural es el que ‹‹escoge›› las combinaciones que ‹‹tienen sentido››, como el ejemplo bacteriano.
No necesito llevar más lejos la analogía de los monos, puesto que está lejos de la satisfactoria. El punto que deseo subrayar, contra aquellos que argumentan que el deseo y la adaptación al medio ambiente no puede ocurrir por medio de procesos aleatorios, sino que hay un proceso ‹‹selectivo››, que escoge combinaciones adaptativas porque éstas se reproducen de manera más eficaz y así llegan a predominar en las poblaciones. Las simples combinaciones adaptativas constituyen, a su vez, nuevos niveles de organización sobre los cuales vuelven a operar los procesos de mutación (aleatorias) más selección (no aleatoria, sino direccional). La complejidad de organización de los animales y las plantas ha surgido como consecuencia de la selección natural y su lento y progresivo avance, a lo largo de eones de tiempo.
Varios cientos de millones de generaciones separan a los animales modernos de los primeros animales del periodo geológico cámbrico (hace 542 millones de años). El número de mutaciones que se pueden comprobar, y las finalmente seleccionadas, en millones de individuos animales a lo largo de millones de generaciones es difícil de comprender para una mente humana. Pero podemos entender fácilmente que la acumulación de millones de pequeños cambios funcionalmente ventajosos pudo producir órganos adaptativos de notable complejidad, como el ojo.
Francisco Ayala, Darwin y el Diseño Inteligente
La selección natural como un proceso creativo
A veces se tiene la idea de que la selección natural es un proceso puramente negativo, la eliminación de mutaciones perjudiciales. Pero la selección natural es mucho más que eso, pues es capaz de generar novedad al incrementar la probabilidad de combinaciones genéticas que de otro modo serían extremadamente improbables. La selección natural es pues un proceso creativo. No “crea” las entidades componentes sobre las cuales opera (las mutaciones genéticas), pero reduce combinaciones adaptativas que no podrían haber existido de otro modo.
La combinación de unidades genéticas que porta la información hereditaria responsable de la formación del ojo de los vertebrados no se hubiera producido jamás por un mero proceso aleatorio. Ni siquiera aunque tengamos en cuenta lo algo más de 3 mil millones de años durante los cuales ha existido la vida sobre la Tierra. Este es el argumento propuesto para los partidarios del Diseño Inteligente. Pero la evolución no es un proceso gobernado por acontecimientos fortuitos. La complicada anatomía del ojo, así como el exacto funcionamiento del riñón, son el resultado de un proceso no azaroso: la selección natural.
La manera en que la selección natural, un proceso puramente natural, puede generar novedad bajo la forma de formación hereditaria acumulada podría ilustrarla el siguiente ejemplo. Consideremos un experimento hecho con Escherichia coli, una bacteria que se encuentra en el colón de los humanos y de otros mamíferos. Algunas cepas de E. coli, para poder reproducirse en un medio de cultivo, requieren que cierta sustancia, el aminoácido histidina, sea suministrada al medio. Cuando se añaden algunas de dichas bacterias a un pequeño tubo de ensayo que tiene un medio de cultivo líquido con histidina, se multiplican rápidamente y producen entre 20 y 30 mil millones bacterias en uno o dos días. Si al cultivo se le añade una gota de antibiótico estreptomicina, la mayoría de las bacterias morirían. Pero después de un día o dos, el cultivo volverá a hormiguear con miles de millones de bacterias. ¿Cómo es eso?
Espontáneas mutaciones genéticas hacia la resistencia a la estreptomicina se producen en normales (es decir, no resistentes) bacterias al azar, a índices del orden de una entre cien millones (1 x 10-8) de células bacterianas. En un cultivo bacteriano de entre 20 y 30 mil millones de bacterias, cabe esperar entre 200 y 300 bacterias sean resistentes a la estreptomicina, debido a una mutación espontánea. Cuando el antibiótico se añade al cultivo, sólo sobreviven las células resistentes. Sin embargo las 200 ó 300 bacterias supervivientes empezarán a reproducirse, y teniendo en cuenta uno o dos días para el número necesario de divisiones celulares, se producen unos veinte mil millones de bacterias, poco más o menos, todas resistentes a la estreptomicina.
Consideremos ahora un segundo paso en este experimento. Las células resistentes a la estreptomicina son trasladadas a un cultivo con estreptomicina pero sin histidina (el aminoácido que requieren para crecer y reproducirse), sino con otros nutrientes. La mayoría de las bacterias no lograrán reproducirse y morirán; pero sin embargo, tras uno o dos días, el cultivo hormigueará con miles de millones de bacterias. Esto es así porque entre las células que requieren el aminoácido como factor de crecimiento, mutantes espontáneas capaces de reproducirse en ausencia de histidina surgen de forma espontánea a índices de unas cuatro entre cien millones (4 x 10-8) de bacterias. Si el cultivo tiene entre 20 y 30 mil millones de bacterias, alrededor de unas mil de ellas sobrevivirán en ausencia de la histidina y comenzarán a reproducirse hasta que el medio disponible se sature.
La selección natural ha producido en dos etapas, células bacterianas resistentes a la estreptomicina y que no requieren histidina para crecer. La probabilidad de que estos dos mutaciones tengan lugar en la misma bacteria es de una cuatro entre diez mil millones de millones (1 x 10-8 x 4 x 10-8 = 4 x 10-16 ) de células. Un acontecimiento de tan baja probabilidad es improbable que ocurra incluso en un gran cultivo de laboratorio de células bacterianas. Con la selección natural, las células que poseen ambas propiedades son el resultado común. Una ‹‹compleja›› característica constituida por dos componentes se ha producido a través de procesos naturales se puede comprender fácilmente que el ejemplo se puede extender a tres, cuatro y más pasos componentes. Al final del largo proceso de evolución, tenemos organismos que exhiben cada uno rasgos ‹‹diseñados›› para su supervivencia en el medio por el de casualidad existen.
Francisco Ayala, Darwin y el Diseño Inteligente
jueves, 3 de mayo de 2012
Organismos inmortales
Vreeland y unos colegas suyos de la Universidad de West Chester, Pensilvania, comunicaron que habían resucitado una bacteria de 250 millones de años de antigüedad, Bacillus permians, que había quedado atrapada en unos yacimientos de sal a 600 metros de profundidad en Carlsbad, Nuevo México.
La noticia se acogió con un comprensible escepticismo. Muchos bioquímicos consideraron que, en ese lapso de tiempo, los componentes del microbio se habrían degradado hasta el punto de resultar ya inservibles a menos que la bacteria se desperezarse de cuando en cuando. Pero, si la bacteria se despertaba de cuando en cuando, no había ninguna fuente interna plausible de energía que pudiese haber durado tanto tiempo. Los científicos más escépticos sugirieron que la muestra podía haberse contaminado, si no durante la extracción si mientras estaba aún enterrada. En 2001 un equipo de la Universidad de Tel Aviv aseguró que Bacillus permians era casi idéntico a una cepa de bacterias modernas, Bacillus marismortui, halladas en el Mar Muerto. Sólo diferían dos de sus secuencias genéticas, y sólo ligeramente.
“¿Debemos creer –escribieron los investigadores israelíes- que, en 250 millones de años, el Bacillus permians ha acumulado la misma cantidad de diferencias genéticas que podrían conseguirse en sólo un plazo de tres a siete días en el laboratorio?” Vreeland sugirió como respuesta que “las bacterias evolucionan más deprisa en el laboratorio que en libertad.”
Evolución a toda pastilla. Los antibióticos
“Aproximadamente un 70 % de los antibióticos que se utilizan en el mundo desarrollado se administran a los animales de granja, a menudo de forma rutinaria con el alimento normal, sólo para estimular el crecimiento o como una precución frente a posibles infecciones. Esas aplicaciones dan a las bacterias todas las posibilidades de crear una resistencia a ellos.
En 1952, la penicilina era plenamente eficaz contra todas las cepas de bacterias estafilococos, hasta el punto de que a principios de los años sesenta, la Dirección Generla de Salud Pública estadounidense, que dirigía William Stewart, se sentía tan confiada que declaró: “Ha llegado la hora de cerrar el libro de las enfermedades infecciosas. Hemos eliminado prácticamente la infección en Estados Unidos”. Pero, incluso cuando él estaba diciendo eso, alrededor de un 90% de las cepas estaban involucradas en un proceso que les permitiría hacerse inmunes a la penicilina. Pronto empezó a aparecer en los hospitales una de esas nuevas variedades, llamada estafilococo áureo,resistente a la penicilina. Sólo seguía siendo eficaz contra ella un tipo de antibiótico, la vancomicina, pero en 1997 un hospital de Tokio informó de la aparición de una variedad capaz de resistir incluso a eso. En cuestión de unos meses se había propagado a otros seis hospitales japoneses. Los microbios están empezando a ganar la batalla otra vez en rodas partes”
Breve historia de casi todo. Bill Bryson.
Un mundo pequeño
¿Por qué, entonces, tienes que preguntarte en algún momento de tu vida, quieren tan a menudo hacernos daño los microbios? Después de todo, un anfitrión muerto va a poder seguir brindando mucha hospitalidad.
En primer lugar, conviene recordar que casi todos los microorganismos son neutrales o incluso beneficiosos para el bienestar humano. El organismo más devastadoramente infeccioso de la Tierra, una bacteria llamada Wolbachia, no hace absolutamente ningún daño a los humanos (ni en realidad, a ningún otro vertebrado), pero si fueses una gamba, un gusano o una mosca de la fruta, podría hacerte desear no haber nacido. En total, sólo aproximadamente un microbio de cada mil es patógeno para los humanos según National Geographic. Y aunque la mayoría de ellos sean benignos, los microbios son aún e asesino número tres del mundo occidental. Incluso algunos que no nos matan nos hacen lamentar profundamente su existencia. Hacer que un anfitrión se sienta mal tiene ciertos beneficios para el microbio. Los síntomas de una enfermedad suelen ayudar a propagarla. El vómito, el estornudo o la diarrea son métodos excelentes para salir de un anfitrión y disponerse a entrar en otro.
La estrategia más eficaz de todas es solicitar la ayuda de un tercero móvil. A los organismos infecciosos les encantan los mosquitos porque su picadura les introduce directamente en un torrente sanguíneo en el que pueden ponerse inmediatamente a trabajar. Esa es la razón de que tantas enfermedades de grado A (malaria, fiebre amarilla, dengue, encefalitis y un centenar o así de enfermedades menos conocidas) empiecen con una picadura de mosquito. Es una casualidad afortunada para nosotros que el VIH (virus de inmunodeficiencia humano), el agente del sida, no figure entre ellos… o aún no por lo menos. A los microorganismos no les preocupa lo que te hacen más de lo que te puede preocupar a ti liquidarlos a millones cuando te lavas las manos con jabón y te duchas o cuando te aplicas desodorante. La única ocasión en el que tu bienestar continuado es importante es cuando te mata demasiado bien. Si te eliminan antes de que puedan mudarse, es muy posible que muera contigo.
La historia, explica Jared Diamond, está llena de enfermedades que “causaron en tiempos terribles epidemias y luego desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado”. Cita, por ejemplo, la enfermedad del sudor inglesa, potente pero por suerte pasajera, que asoló el país del 1485 a 1552, matando a decenas de miles de personas a su paso y desapareciendo luego completamente. La eficacia excesiva no es una buena cualidad para los organismos infecciosos. Muchas enfermedades surgen no por lo que el organismo infeccioso te ha hecho a ti sino por lo que tu cuerpo está intentando hacerle a él. El sistema inmune, en su intento de librar el cuerpo de patógenos, destruye en ocasiones células o tejidos críticos, de manera que muchas veces que te encuentras mal se debe a que a las reacciones de tu propio sistema inmune y no a los patógenos. En realidad, ponerse enfermo es una reacción razonable a la infección. Los que están enfermos se recluyen en la cama y pasan a ser así una amenaza menor para el resto de la comunidad.
Como hay tantas cosas ahí fuera con capacidad para hacerte daño, tu cuerpo tiene un montón de variedades diferentes de leucocitos defensivos, unos 10 millones de tipos en total, diseñado cada uno de ellos para identificar y destruir un tipo determinado de invasor. Pero cada variedad de leucocito sólo mantiene unos cuantos exploradores en el servicio activo. Cuando invade el cuerpo un agente infeccioso (lo que se conoce como un antígeno), los vigías correspondientes identifican al atacante y piden refuerzos del tipo adecuado.
Los leucocitos son implacables y atrapan y matan a todos los patógenos que puedan encontrar. Los atacantes, para evitar la extinción, han ideado dos estrategias elementales. Bien atacan rápidamente y se trasladan a un nuevo anfitrión, como ocurre con enfermedades infecciosas comunes como la gripe, o bien se disfrazan para que los leucocitos no los localicen, como en el caso del VIH, el virus del sida, que puede mantenerse en las células durante años sin hacerse notar antes de entrar en acción.
Curiosamente, hay veces en que microbios que normalmente no hacen ningún daño, se introducen en partes impropias del cuerpo y «se vuelven como locos», en palabras del doctor Bryan Marsh, un especialista en enfermedades infecciosas del Centro Médico Dartmouth-Hitckcock de Lebanon, New Hampshire. «Pasa continuamente con los accidentes de tráfico, cuando la gente sufre lesiones internas. Son microbios que en general son benignos en el intestino. Entran en otras partes del cuerpo (el torrente sanguíneo, por ejemplo) y organizan un desastre terrible».
El trastorno bacteriano más temible y más incontrolable del momento es una enfermedad llamada fascitis necrotizante, en la que las bacterias se comen básicamente a la víctima de dentro afuera, devorando tejido interno y dejando atrás como residuo una pulpa tóxica. Los pacientes suelen ingresar con males relativamente leves (sarpullido y fiebre son característicos) pero experimentan luego un deterioro espectacular. El único tratamiento es lo que se llama «cirugía extirpatoria radical», es decir, extraer en su totalidad la zona infectada. Fallecen el 70% de las víctimas; muchos de los que se salvan quedan terriblemente desfigurados. El origen de la infección es una familia corriente de bacterias llamadas estreptococo del grupo A, que lo único que hace normalmente es provocar una inflamación de garganta. Muy de cuando en cuando, por razones desconocidas, algunas de esas bacterias atraviesan las paredes de la garganta y entran en el cuerpo propiamente dicho, donde organizan un caos devastador. Son completamente inmunes a los antibióticos. Se producen un millar de casos al año en Estados Unidos, y nadie puede estar seguro de que el problema no se agrave.
Pasa exactamente lo mismo con la meningitis. El 10%, al menos de los adultos y jóvenes, y tal vez el 30% de los adolescentes, porta la mortífera bacteria meningocócica, pero vive en la garganta y es completamente inofensiva. Sólo de vez en cuando (en una persona joven en un caso de cada 100.000 aproximadamente) entra en el torrente sanguíneo y causa una enfermedad muy grave. Puede llegar la muerte en doce horas. Es terriblemente rápida. «Te puedes encontrar con que una persona esté perfectamente sana a la hora del desayuno y muera al anochecer», dice Marsh.
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