El descubrimiento de
Burgess Shale
La versión tradicional de la historia es que Walcott y su
esposa iban a caballo por un camino de montaña, y el caballo de su esposa
resbaló en unas piedras que se habían desprendido de la ladera. Walcott
desmontó para ayudarla, y descubrió que el caballo había dado la vuelta a una
losa de pizarra que contenía crustáceos fósiles de un tipo especialmente
antiguo e insólito. Estaba nevando, así que no se entretuvieron. Pero al año
siguiente Walcott regresó allí en la primera ocasión que tuvo. Siguiendo la presunta
ruta hacía el sitio del que se habían desprendido las piedras, escaló unos 22
metros, hasta cerca de la cumbre de la montaña. Allí, a 2 400 metros sobre el
nivel de mar, encontró un afloramiento de pizarra, de la longitud aproximada de
una manzana de edificios, que contenía una colección inigualable de fósiles. Lo
que Walcott había encontrado era, en realidad, el grial de la paleontología. El
afloramiento pasó a conocerse como Burgess Shale.
Walcott, en viajes anuales de verano, entre 1910 y 1925,
extrajo decenas de miles de especímenes (Gould habla de 80 000; los
comprobadores de datos de National Geografic, que suelen ser fidedignos, hablan
de 60 000), que se llevó a Washingthon para su posterior estudio. Algunos de
los fósiles de Burgess tenían concha, otros no. Algunas de las criaturas veían,
otras eran ciegas. La variedad era enorme, 140 especies según un recuento. “Burgess
Shale indicaba una gama de disparidad en el diseño anatómico que nunca se ha
igualado y a la que no igualan hoy todas las criaturas de los mares del mundo”,
escribió Gould.
Walcott murió en 1927 y los fósiles de Burgess quedaron en
gran medida olvidados. Durante casi medio siglo permanecieron encerrados en los
cajones del museo americano de historia natural de Washigthon, donde raras
veces se consultaban y nunca se pusieron en entredicho. En 1973, un estudiante
de doctorado de la universidad de Cambridge.